Augusto Rubio Acosta
El día que mi madre dijo: ay hijo, porque mejor no eres albañil, contador, chofer o ambulante; político aunque sea, Gucho, o cualquier otra cosa, pero que no tenga nada que ver con los periódicos y esas cosas en las que andas y que bueno, a una le ponen los nervios de punta o en todo caso le indignan por la precaria situación en que realizas tu trabajo, recordé lo que una vez soltó en las aulas cierto profe trotskista y vidente: “el periodista rico no es periodista verdadero, muchos de nosotros realmente hemos nacido para ser pobres y nos contentamos –perdonen la tristeza- con tener como capital terrenal algunos libros viejos, una portada diaria (muy nuestra) y una familia que al final del día nos recuerda que somos humanos y que nada de lo humano nos es ajeno”.
Pero ahora que recuerdo, cuando vivía con mamá ella nunca se fastidió por el estado psicótico en que a veces me hallaba, jamás dijo una palabra cuando me vio salir -de sueño- disparado como un demente camino a algún incendio de última hora y sólo basado en la premisa de que “la gente tiene derecho a saber lo que pasa”. Y es que seguro intuía que tenía ganas de entrar con estos pies adonde el resto de gente no querría estar nunca: al interior de una cárcel, a podridas comisarías, hospitales sin nombre (y con galenos en huelga), incendios, atentados, invasiones y accidentes, procuradurías ¿anticorrupción?, paros regionales, marchas de desempleados, enfrentamientos entre tombos y huelguistas, tristes comunas, corruptos gobiernos regionales o atiborrados estadios donde juegan siempre a nada –al igual que los políticos- “los equipos del pueblo”.
El día que mi madre dijo que mejor me dedique a otra cosa, le dije que no, Tere, gracias, pero ya no hay vuelta, y que ésta –al igual que la lectura- era la única forma de vivir que imaginaba, y que debía empezar a resignarse a mi vida a salto de mata, ponerse a llorar o acompañarme -con el cafecito de las mañanas y el pan integral que el panadero le avienta temprano a su balcón de Casuarinas- cada vez que abre el periódico del día y encuentra en los créditos del diario su apellido y un pedacito de su alegría, de su tristeza.
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