Ejemplos de lo que señalo líneas arriba hay muchos. A Flaubert le ha pasado que su correspondencia ha sido considerada por sus lectores por encima de sus novelas, quienes consideran que el mejor Flaubert no está en Madame Bovary, sino en las cartas a su amante o a sus amigos. Numerosos poetas, desde Coleridge hasta Mallarmé, se quedarían pasmados de saber que a los académicos les interesan, en la posteridad, más los borradores de sus poemas que los poemas mismos. El propio Kafka no habría podido predecir el valor de su Diario o de las cartas intercambiadas con sus desdichadas novias. Podríamos seguir enumerando autores y casos similares: Hemingway, Celine (la lista es interminable)...
En tiempos en que la edición de libros se realiza también a través de "mecenazgos ciudadanos" (sistema que ya han empleado algunos autores de ficción: una suscripción permite el acceso a la novela en formato digital en modo de entregas por capítulos hasta que el libro salga en papel en los meses siguientes, momento en el que los suscriptores podrán recogerlo en la presentación oficial), el suscrito se pregunta hasta dónde va a pesar cada vez más el rol del usuario, del lector, del consumidor de libros y sobre todo del editor (preocupado más por materiales de la vida privada del escritor que de su producción literaria, todo ello en aras del negocio, de las ventas). En tiempos en que el hombre necesita más de la cultura es cuando más debemos reflexionar si somos una sociedad o si nos comportamos como depredadores de nosotros mismos. Está bien que leamos de todo pero tengamos en cuenta que la literatura responde a una tradición, y el buen lector termina inequívocamente por apreciarla.
Para el suscrito, la ambición literaria continúa siendo la misma. Nos obstinamos en establecer categorías en literatura, en el arte en general y eso cae en el simplismo. Podemos apreciar el texto de una balada de The Beatles o el de una obra de Shakespeare (con sus cartas, manuscritos, notas de trabajo y poemitas o canciones al paso). Los formatos son diferentes, pero lo importante es si estas obras son capaces de apelar -con el paso del tiempo- al corazón de los hombres. El escritor y sus lectores se presuponen, no pueden existir el uno sin el otro, se complementan. Son un inseparable binomio intelectual. Quien escribe lee su tiempo, quien lee escribe mentalmente su mundo.
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