Zola era un escritor incómodo. Porque le obsesionaba la verdad. Desde sus primeras novelas hasta Nana o su gran éxito, Germinal (1885), y a lo largo de la veintena de títulos de la saga monumental de los Rougon-Macquard, reveló la parte más cruda de la sociedad francesa, renegando del idealismo romántico y de la hipocresía burguesa. En sus obras de ficción, muy documentadas, denunció el arribismo, las componendas y la reestructuración social en la Francia de la Segunda República. Él había vivido esos cambios al volver a París siendo joven, junto a su íntimo amigo de la infancia pasada en Aix en Provence, el pintor Paul Cézanne, con quien compartió las miserias de la vida bohemia en el París de los impresionistas cuando éstos eran considerados poco más que unos artistas rebeldes y repudiados.
A Zola le fue bien, pese a todo. Su estilo descarnado y el gran proyecto novelístico emprendido, lo señalaron como el padre del naturalismo. Se convirtió en una gloria nacional. Llegó un momento en que el éxito, la fama y la riqueza derivados de sus libros y su publicación en forma de folletín, lo auparon a la posición de la élite intelectual. A la cómoda y tranquila existencia, junto a su esposa Alexandrine Meley, algo mayor que él y compañera leal desde sus inicios... Lea la nota completa vía El País.
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