Cuenta la leyenda que los elegidos de los dioses reciben, junto con los dones, oscuros designios del destino. Y Borges no fue la excepción. Vivió una profunda contradicción: lector infatigable, reconocido escritor y, al mismo tiempo, ciego. Amaba los libros, leía en varias lenguas, tradujo a los nueve años a Oscar Wilde, se crió en una biblioteca total, eligió la escritura como oficio.
Felizmente, poseía una prodigiosa memoria -recitaba, en noches de insomnio, páginas que había leído hacía años- que, de algún modo lo compensó. La fama y la ceguera le llegaron lentamente; asumió ambas con pudor, valentía y resignación; nunca se quejó, tampoco se vanaglorió de sus éxitos. Sin embargo, como a Tiresias, la ceguera enriqueció su sabiduría. Esta jugada del destino tuvo un efecto inesperado. Con el distanciamiento del mundo visible, su lenguaje adquirió matices que señalan un cambio en su concepción de la escritura. En el inicio, su lengua de poeta joven juega con palabras vivaces y luminosas para describir el mundo inmediato: la realidad es entonces "íntima y fácil". La nota completa está en La Gaceta.
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