A diferencia del Ramón Sijé de Miguel Hernández, que se murió como del rayo, César Calvo se nos murió como de un trueno. Del trueno de la palabra airada y del amor que se grita desde la ventana. La poesía de Calvo sólo quería oírse. No estaba escrita (o dicha, o garabateada, o despilfarrada en una tertulia) para los críticos sino para la música. Hay poemas de Calvo que parecen sinfónicos y otros que son como piezas de viola de gamba de Bach: sus referentes son la propia sonoridad, el vasallaje puro de la palabra que no le debe nada a nadie sino a la furia y al ensamble arbitrario. Era poesía galopando en endecasílabos, poesía en combate de armonías y, como toda verdadera poesía, no abría ninguna puerta ni disimulaba ningún concepto: iba resueltamente a la nada y al viento, que todo se lo lleva menos el recuerdo de lo que nos emociona.
Contra el hábito de la poesía mensajera, contra los traductores inconfesos de Pound, contra el prestigio de las telarañas, Calvo era ibérico sin complejos y sonoro (y hasta vacío) como una múcura. En Calvo había un sonero de alto vuelo y un mujeriego insomne que podía volar a ras del suelo... Imprescindible columna de César Hildebrant aquí.
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